Un análisis de las circunstancias que rodean este fenómeno social que afecta a miles de mujeres en nuestro país.
¿Sabes qué tienen en común Rosario, Cristina, Paula y Marga? Todas ellas aparecen en el mapa de la violencia de género; todas ellas murieron por el hecho de ser mujeres. A día de hoy en nuestra sociedad todavía nos cuesta asumir que los crímenes de violencia doméstica hacia mujeres no son actos homicidas de locos o enfermos, sino la punta del iceberg de una realidad mucho más amplia que aparece en todos los aspectos de nuestra vida: el machismo.
Relación
Cada víctima mortal de violencia de género ha tenido detrás una historia de sufrimiento en la pareja, meses o años siendo agredida de diferentes formas por su compañero sentimental. ¿Cómo llegó a eso? ¿Por qué se dejó maltratar? ¿Supo que estaba siendo maltratada? ¿Pidió ayuda en su entorno?
Para responder a todas las incógnitas que nos surgen con este tema, lo primero que tenemos que saber es cuál es el perfil de una mujer maltratada. La respuesta es tan dura como la realidad: no existe un perfil definido. Nuestro sistema desigualitario convierte a CUALQUIER MUJER en víctima potencial de violencia de género, sin importar sus estudios, sus ingresos, su edad o su lugar de procedencia.
Nos cuesta entender cómo una mujer puede acabar presa en una relación en la que es agredida por su pareja, pero el proceso es similar en todos los casos.
- Todo comienza con una violencia psicológica invisible: se repiten comportamientos y actitudes machistas que NO se reconocen como abusivos, sino que se ven como algo normal. Los celos, las constantes críticas, la censura, las exigencias, el deber a mantener relaciones sexuales…
También aparece en las fases tempranas de la violencia de género el control que, escudándose en que “en el amor no hay secretos”, se acaba usando como herramienta de limitación y hasta extorsión. Aunque la violencia sea ya más explícita, la víctima siempre pasa por un periodo de negación.
En ocasiones el agresor se limita a ejercer esta violencia psicológica, pero en muchas ocasiones se acaba convirtiendo en violencia física. Ésta se introduce poco a poco, al principio siempre seguida de la promesa de “nunca volver a maltratarla” y el “voy a cambiar”. Con el tiempo se van volviendo más habituales y fuertes, convirtiendo a la víctima en una mujer indefensa para salir de la espiral de la violencia. - Leyendo esto es casi automático preguntarse por qué no ponen fin las víctimas a estas relaciones. La realidad es que, para una mujer que ha vivido meses o años una relación de maltrato, no es tan fácil. El agresor ha hecho que pierda la conciencia de sí misma, su identidad: para ella sólo existe él. Aunque la agredida sea consciente de su situación y quiera cambiarla, probablemente pensará que haga lo que haga no lo va a conseguir.
Sociedad
Hasta ahora nos hemos centrado en ella, en la víctima. Cómo acaba en una relación en la que es agredida, la forma en que le afectan las agresiones psicológicas, sexuales y físicas, por qué es tan difícil para ella salir de esa espiral… Pero en esta ocasión nos vamos a alejar un poco de ella, de la relación, y vamos a ver el problema desde nuestra perspectiva: ¿qué papel juega la sociedad en todo esto? ¿tenemos parte de la culpa del problema?
La violencia de género siempre se ha visto como un problema de pareja, perteneciente a la esfera privada. Si lees un poco las noticias, verás que son numerosos los casos en los que vecinos y amigos de las víctimas decían que “era habitual oír sus peleas, por eso no avisamos a la policía” y comentarios del estilo.
Esta visión del machismo en las parejas como un problema ajeno a la sociedad se agudiza cuando se trata de agresiones psicológicas, control, limitaciones, etc. Cualquier persona conoce algún caso de mujeres cuyas parejas les exige atención constante (no suelta el celular, apenas queda con sus amigos…), tienen una necesidad de control (celos excesivos) o las acosa psicológicamente aunque sea de forma sutil (desprecio, ridiculización…). Pero ¿a cuántas personas conoces que hayan intervenido? ¿a cuántos hombres paramos los pies cuando notamos comportamientos machistas hacia sus parejas?
Nuestra sociedad moderna no sólo observa de forma pasiva situaciones de maltrato, dándole carta blanca al agresor para convertir a la mujer en su víctima. Además, en muchas ocasiones cuando habla de violencia machista culpabiliza a la víctima de lo ocurrido de una manera más o menos sutil. “Si no quería que se publicasen esas fotos, no debería habérselas hecho”, “¿En qué pensaba saliendo así vestida?”, “Con todo lo que bebió, casi que lo estaba pidiendo…”
Pero por mucho que los medios de comunicación y nosotros como sociedad intentemos justificar las agresiones, éstas ocurren porque el agresor lo decide, NADA MÁS. Todo ese «victim blaming» lo único que hace es demostrar que aún vivimos en una sociedad machista, empeñada en quitar importancia a este problema tan grave que es la violencia de género.
Educación
Rocío hace taekwondo y es una marimacho. Raúl es bailarín, un «maricón». Elena, baloncesto. Cosa de chicos. A Pedro le gusta jugar con las muñecas de sus primas, pero sus padres le apuntan a fútbol a ver si se le pasa.
¿Cuándo y dónde aprendimos eso? ¿Quién nos ha enseñado que el fútbol es de hombres y el balonmano de mujeres; que nosotros jugamos a los carritos y ellas a las muñecas? Nuestros padres, nuestros profesores, la televisión, el cine, el parque… Durante la infancia adquirimos la mayoría de los valores que nos conforman como personas, pero esa educación es un proceso complejo en el que participan numerosos agentes. Por eso es tan difícil echarle la culpa a alguien concreto de esta educación evidentemente sexista que recibimos.
En la familia es donde más se reflejan los roles de hombre y mujer establecidos por la sociedad: papá trabaja más, “por eso” es mamá la que cocina y limpia. ¡Pero ojo, de vez en cuando él LE AYUDA! (“ayudar” implica que es tarea de la madre, que él le está haciendo un favor…). También educan las diferencias con las que tratamos a nuestros hijos: “Mira qué buenas notas tiene Luis, ¡qué inteligente!” “Mira qué buenas notas tiene Patricia, ¡qué trabajadora!”.
En casa es muy importante predicar con el ejemplo. De nada sirve que les insistamos en lo importante que es la igualdad si luego las tareas de la casa son cosa de mamá, y quien arregla lo que se rompe es papá. Además, es la familia la responsable de despertar el espíritu crítico de los niños: la sociedad va a intentar introducir el machismo en sus mentes, y es nuestra responsabilidad darles herramientas para que lo combatan.
Es en la escuela donde los niños y adolescentes pasan la mayor parte de su día y, más importante aún, donde establecen sus relaciones sociales. Existe la creencia de que en la educación se ha eliminado el sexismo: lejos quedan las asignaturas de «Hogar» para mujeres, casi no hay ya centros educativos sólo de mujeres… Pero en los libros de texto siguen sin visibilizarse las aportaciones de las mujeres, las capacidades y proyectos de vida siguen estando ligadas al género, y las relaciones entre niños y niñas siguen siendo asimétricas y abusivas.
Los valores más esenciales de la persona se forman en la infancia, pero en las últimas décadas ha surgido un fenómeno dedicado a perpetuar la educación sexista en la adolescencia: el mito del amor romántico. Esta forma de educación, transmitida en las relaciones sociales y, cada vez más, en películas, series, canciones y libros, tiene el grave peligro de hacer pasar por normales indicadores claros de violencia de género.
Los celos excesivos, un control constante por parte de la pareja, una absoluta necesidad del otro… Cualquier víctima de violencia de género podría señalarlos como claros indicadores de que algo va mal en la relación, pero la cultura los ha normalizado y nos impide detectarlos como algo peligroso. Aquí tenéis un interesante análisis de la película Crepúsculo, éxito adolescente, vista desde esta perspectiva.
Sistema
El último capítulo de este recorrido por el entorno de la violencia de género es, quizás, el más polémico por lo difícil que puede ser percibirlo. Hablamos del sistema patriarcal: la organización social en la que el hombre ejerce el poder.
El sistema como concepto se vincula con lo institucional, es aquí donde se establecen las leyes o reglas sociales. En las sociedades modernas el género de las personas adquiere tal importancia, que organizamos nuestra vida en dos grupos dispares: hombres y mujeres. Esta distinción es lógica y, puede ser, necesaria, pero trae consigo un nivel de diferenciación que necesariamente supone una jerarquía, en este caso del hombre sobre la mujer.
Asociamos cualidades a los roles de género que luego, aunque de manera inconsciente, transmitimos a nuestros hijos: las mujeres son frágiles, bellas, cuidadosas, maternales, ordenadas, con aspiración a la pareja; pero los hombres son fuertes, competitivos, seguros de sí mismo, no expresan sus sentimientos, les gusta estar solteros… Se cumplan o no estos roles, el problema viene cuando actuamos en función de esas asociaciones. Y eso ocurre constantemente: las mujeres que ocupan cargos directivos son “serias y autoritarias”, pero los hombres, “líderes y ambiciosos”; creemos que a ellas les gusta que las piropeen por la calle porque “les encanta que las hagas sentirse bellas”; un hombre soltero es un “soltero de oro”, pero una mujer soltera, una “solterona”.
Hay cientos de ejemplos de cómo el sistema patriarcal, tan implantado en nuestra cabeza y difícil de olvidar, moldea nuestros comportamientos tanto a hombres como a mujeres. La violencia de género acabará cuando la sociedad deje de verlo como un problema privado y aislado, y se de cuenta de que cada víctima mortal de esta lacra es un éxito del sistema patriarcal. Que cada vez que se educa de manera distinta a niños y niñas, cada vez que miramos hacia otro lado con las noticias de violencia de género, cada vez que aceptamos como normales comportamientos abusivos en las parejas, damos un puñetazo a Susana, Ángeles o Rocío.
Entre todos y todas podemos acabar con la violencia de género. ¿Te unes?
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